Escrito creativo por J. Miguel Paz Pérez
Hay algo misterioso en los chicles con historia de los adoquines, en los ojos del mastín suelto de ese hippie de paso largo y pelo lejía que masculla, cuando Miguel pasa a su lado. Algo misterioso en el claroscuro del bosque granadino como en el cartel parpadeante de farmacia, en las voces llenas de haches aspiradas y en los movimientos de los vecinos de abajo, a falta de escándalos superiores por el síndrome de la azotea.
Hay algo misterioso en el silencio de su compañero haciendo el ademán de levantarse del banco para volver a casa, probablemente, a reencontrarse con su enfermedad. Todos deberíamos tener un libro de instrucciones del silencio. Capítulo uno; el silencio placentero en compañía. Capítulo dos; el silencio que guarda en compañía, en el que conste el incómodo y el coqueto. Capítulo tres; el silencio exterior de ruido interno, capítulo cuatro, viceversa y compañía… último capítulo; muerte: sus silencios, para los que quedan y para el que se va. El silencio que un tipo deseó en su partida y el silencio que se vulnera en su funeral. Si hay un momento histórico que corrompe el silencio, sin duda alguna debe ser este, opina, notificación del vacío, luminosa y seductora.
Miguel contempla la posible caída, pero también la rotura. Ha podido comprobar la escasez de este juicio en los enamorados y religiosos. También en los idealistas, en carniceros y sicarios. Todo tiene su rotura, que no roto, esposo del descosido. El roto se presenta como inmovilizado, sin remedio y en parte, no carece de razón. No hay que confundir lo que se rompe con la completa rotura. Uno no está enteramente roto o acabado (finito), tan solo se rompe una pieza. Puede afectar a otras muchas y es entonces cuando aparece la niebla en el recorrido del sentir. Están afectadas por la pieza rota, resentidas, la mueca un poco desgastada, sin brillo ni grasa, pero no rotas.
Es, si no imposible, difícil empeñarse en romper todas. Díselo discreto al desdentado anciano que te pide unas monedas a la vuelta de la esquina en Gran Vía o a la jubilada mujer de la limpieza que ha perdido el olfato por aspirar líquidos corrosivos durante jornadas de segundero perezoso y fregona industrial.
Queda en ellos el vicio por la sopa caliente y el mendrugo de pan, los buenos días soñados y un futuro que ya es profesional prometiendo y su descrédito es casi relajante.
Olvidar la ley de la gravedad es la oportunidad perfecta para el tropiezo y la caída. Miguel ha probado de ese dulce veneno y durante algunos años de escalofrío sudoroso quiso, sin querer, subirse al tren de euforias y disforias. Observa bien ese inerte chicle alquitranado que pasa del frescor en boca al acecho constante de la suela. Todos somos un poco chiclosos e ingenuos, incluso más que los chicles. Al menos ellos no se rompen, pasan a formar parte del decorado que observa el Miguel cabizbajo.
J. Miguel Paz Pérez
Escritor y Creativo de Altas Capacidades